A propósito del asesinato de Juan Ledesma, baterista de Superuva.
Por Lala Toutonian para Los Inrockuptibles.
Por Lala Toutonian para Los Inrockuptibles
El dolor, el sufrimiento, la violencia y la muerte: la identificación de la vida con estas características es intrínseca al devenir humano. Es principio filosofal: la muerte -el final, la nada- nos empuja al pensamiento. Entonces, ¿para qué obrar moralmente si la vida tiene un fin? Nietzsche refuta a Kant con sus postulados de la razón práctica y su moralina que no funciona sin una fuerza superior -Dios- y considera que la moral, el comportamiento ético es un disparate: la vida, para Friedrich, es dolor y sufrimiento y muerte. La muerte de Dios habla del fin de esa moral. No hay nada más pero tampoco hay menos. El comportamiento humano a qué referirá, entonces. Quizá a constantes inquietudes, en prueba y error, acción-reacción, ¿saber que la libertad individual termina donde empieza la del otro? Nada que sea por obligación -por deber, como insiste Kant- puede ser menos que miserable. Pero ante la conducta humana, y para prueba la historia misma, el hombre tuvo que crear leyes desde lo jurídico, mandamientos desde lo religioso. Si no es eso el final de la ética, qué otra cosa podría.
La violencia puede tener un principio romántico en aras de la retórica revolucionaria, si se quiere -la dictadura es la enemiga y hay que combatirla-. Este tipo de violencia busca la reforma, no el fin de la humanidad. Para Hannah Arendt, la violencia es un instrumento y necesita guía (refiriendo al poder como esencia). Prima facie, pareciera justificarse este proceder elucidando que la misma violencia surge del enojo frente al sufrimiento.
Pero hubo y hay colectivos que, ajenos a estos principios de obligatoriedad, imponen sus deseos de convivencia en un sentido universal sin pisar el pasto del de al lado. Individualmente, primero; más extensivo socialmente. A Sloterdijk le sorprende el concepto de sociedad: ¿cómo ponerse de acuerdo con imposiciones ajenas? Se ataca al individualismo como concepción egoísta sin ahondar en valoraciones humanas. El punk, por ejemplo, surge como contrarrespuesta a una tiranía social, denuncia -furioso- las desigualdades y bajo el manto de la anarquía -esto es: una doctrina que no considera al Estado como despótico repartidor de leyes-, se guarece de las violencias mundanas.
Nada más lejos todo esto de un tipo como Cristian Ariel Genez, el “punkie” que acuchilló hasta matar a Juan Ledesma cuando había terminado su show con Superuva. ¡Superuva! ¡Los Twist del punk! No hay banda más divertida. O no había, porque Genez terminó también con esa felicidad. No podrá, sin embargo, oscurecer la real intención punk. El punk, como el anarquismo, es amor. Juan Ledesma y toda la escena artística punk es víctima de la violencia de Genez. El hecho de que no morimos como vivimos es evidencia de que la vida no nos pertenece. Para Heidegger, la muerte es siempre en el ahora del hombre. Juan murió y lo llora una sociedad contracultural toda. Genez no es punk, es un mercenario sin respeto por la vida, primero, la suya propia, luego la del prójimo. No existe en este contexto argumentación racional que pondere las consecuencias del accionar de este individuo.
La sangre que derramó lo ahogará en sueños. Es deseo.
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