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Foto del escritorLala Toutonian

Alguien camina sobre tu tumba, de Mariana Enriquez, una reseña.










“Cada cual lleva en sí mismo un pequeño cementerio al que ha amado“, Romain Rolland.

“I love the dead”, Alice Cooper.



POR LALA TOUTONIAN



Leída la narrativa de Mariana Enriquez, sus cuentos y novelas; ya asombrados y extasiados frente a su ficción, hipnotizados, celebramos la edición de El otro lado - Retratos, fetichismos, confesiones (Ediciones Universidad Diego Portales), una selección de sus notas para distintos medios, donde nos encontramos con una Enriquez más íntima. no olvidemos que lo suyo es el periodismo narrativo, no es una periodista de noticias sin más: ella analiza, desmenuza, sabe -¡cuánto sabe!- de literatura, rock y lo que sea. Con un gran trabajo de edición de Leila Guerriero, El otro lado… nos muestra prospectivamente, tiempo más tarde (hay publicaciones que datan de la década del 90), una sucesión de sus propias obsesiones y cómo no, fetichismos. Su implacable empeño en relacionar la cultura popular con la literatura y la música, además de subjetivas confidencias, con identidades formativas son hasta desafiantes.

Pero esta introducción es apenas una excusa para hablar de otro libro de la Enriquez, en realidad. Alguien camina sobre tu tumba, editado en principio por Galerna en 2014, vuelve en versión aumentada y editada por Anagrama. Esta obra, que trata de las crónicas de la propia autora por cementerios de prácticamente todo el mundo, suma ocho a los dieciséis ya narrados (más los once que desea recorrer y aún no ha tenido la oportunidad, con lo cual ya esperamos una tercera edición y nos muestra un deseo de futuro, una intención de encontrar “nuevos muertos”).

Y aquí comienza la poesía en prosa, porque esa pareciera la cadencia de este título. Antes de continuar con su análisis, pensemos por un momento qué significa caminar entre unas tumbas. Silencio, de rigor, por respeto o temor, pensamientos sobre la vida y la muerte, quizá toparse con la lágrima de algún doliente; flores, frescas, mustias, agua podrida en los floreros, cementerios pobres, cementerios pomposos, criptas, nichos, catacumbas, mausoleos, estatuas y figuras que desafían alturas y parecieran proteger los restos de los huesos enterrados, ataúdes que asoman, gente (muertos) evidentemente visitados por los suyos o abandonados al rigor de la intemperie. ¿Leer epitafios? Casi una obligación. Es un momento de paz la visita, también.

Y si bien comenzamos diferenciando la narrativa de Enriquez de su no ficción, no estamos muy lejos de sus cuentos cuando caminamos junto a ella estos camposantos -qué bella palabra-.

“El lugar lógico para encontrar una voz de otros tiempos es un cementerio de otros tiempos“, dice y con razón Lovecraft en su libro En las montañas de la locura y es justamente lo que logra la autora. No solo relata con su característica estética la historia y hasta las leyendas que envuelven a cada lugar con infinito detalle y poderosa descripción que (nos) hace valsar al son de alguna canción motivada por la crónica, sino que visita famosos personajes o hasta anónimos que resultan seres dignos de cualquiera de su realismo fantástico. Dice de Highgate, ese cementerio londinense donde va a visitar a Marx, entre otros, ataviada en su tapado de leopardo y gafas dignas de una rock star en honor a sus queridos Manic Street Preachers: “(...) este cementerio glorioso en el que morir parece mucho más interesante que estar vivo”.

En la República Checa hace mucho frío -ella odia el frío- y ese Viejo cementerio Judío y el de Vysehrad están atravesados por el clima, la lluvia y su propia incomodidad. Pese a esto, lo describe como un lugar perfecto, enceguecedor por su belleza. Sabemos que no hay flores en los cementerios judíos, es costumbre dejar piedras en su lugar y lo describe como una enorme boca con todos los dientes torcidos en una primera impresión.

Se continúan los cementerios: los israelitas de Basavilbaso y Villa Domínguez en la provincia de Entre Ríos, el de la ciudad de Azul, el de La Reja (donde cuenta la espantosa historia de la madre de Marta Dillon), el de la Recoleta, todo en Argentina; el del Poblenou en Barcelona donde está la famosa estatua de El beso de la muerte (El petó, en catalán) y sus entrañables historias en cada uno.

En las famosas catacumbas de Montparnasse en París, donde llueve y su gamulán no es el adecuado para la ocasión, las vertiginosas escaleras en caracol y donde todo parece una molestia, tiene una idea fija: llevarse un hueso, robarlo. Lo hace, lo bautiza -François-, lo mete en su abrigo y le susurra “Vas a ver mundo, seguro que no viste mundo en tu vida y menos en esa tumba tan hermosa, pero solitaria, con los turistas que hablan en sus lenguas y se ríen y te hacen soñar con otros cielos y otras vidas. No me da culpa haber tomado a François. Ni un poquito de culpa”. Mariana es una persona tan divertida, realmente.

Y no, no son los muertos los que cobran vida en estas páginas aunque sí, quizá, si apelamos al ensueño, la hipnotización de esta pluma que escribe, las figuras se estiran, las estatuas miran atentas a las multitudes que recorren curiosas, morbosas, estos espacios que parecieran no tener protección.

Alejada, paradójicamente, de sus intenciones macabras como en sus ficciones, Mariana Enriquez desentierra aquí (a Freud le gusta esto) los misterios y las anécdotas más increíble (necrófilos, osarios que parecieran mirar con ojos vacíos, vampiros que no son tales, claro, y largo, largo etcétera). No se lee melancolía alguna, no hay una pretensión de revivir un pasado mejor (¿cuál?). Su talento reside en plantarse en su oficio y desde allí dar vida a la misma muerte. Como ella, un libro sensual, punk, risueño, misterioso.

Estos paisajes embelesados por la mano del hombre a la hora de la muerte nos llena de reflexiones, quizá una búsqueda de verdad sentimental, un océano de sabiduría -como la que nos llena Alguien camina sobre tu tumba- y una gran realidad: no buscar justificar la existencia a través de los demás, sino ser uno dueño de su vida y su muerte. Y de su tumba.





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